Sólo
en las altas horas de la noche pueden mis dedos relajarse sobre un pedazo de
papel. Responden a un cosquilleo que los guía en las direcciones más olvidadas,
en búsqueda de una libertad que hace tanto no buscaban.
Uno
no sabe bien por donde comenzar cuando los viejos hábitos piden volver, casi que
espera que sea como andar en bicicleta. En la actualidad me doy cuenta de
que es mucho más complejo de lo que recordaba. Casi que escribo dando rienda
suelta a mi cabeza, sin filtros, sólo por el pacer de apretar botones, y cada
uno que baja deja escapar el encierro, la ansiedad y los años perdidos. Quizás
si sea como andar en bicicleta o quizás puro instinto.
Volver a mi terapia, mi forma de meditar. Es el mismo sentimiento que cuando uno atisba su casa a lo lejos después de un viaje largo. Es cómodo, pero la buena comodidad, la que no daña, la que cura. Y recomenzar este proceso inevitablemente genera miles y miles de preguntas que aún no tienen ni pies ni cabeza, mucho menos respuestas.
¡Qué libertad se siente!, es la melancolía transformada en un deseo cumplido. Cómo estar melancólico en un recuerdo y poder revivirlo en carne propia.
Y uno no puede evitar preguntarse que fueron todos esos años en que la libertad encerrada era puro miedo, por qué por tanto tiempo no existía algo tan decisivo: la voluntad.
Y
una vez hecho el paso, una vez encontrada esa voluntad, sólo me queda el anhelo
de que no es por única vez, de que no es sólo un episodio aislado o una noche
inspirada*, sino el comienzo. La parte dos.
Meses
de terapia me suplican que me corrija, que no era falta de la intención, era la
ausencia del deseo. Es la ausencia del deseo y era la
ausencia de una intención que lo busque. Pero hoy doblo las puntas de los dedos
de los pies en el borde de la pileta, flexiono las rodillas, subo mis manos por
encima de mi cabeza, palma con dorso. Uno de estos días salto.